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lunes, 8 de julio de 2013

Hacia las secuoyas (tercer día)

Siempre he querido ver secuoyas. Desde pequeñito es un árbol que me tiene fascinado. En casa de mis padres hay una serie de enciclopedias infantiles que, desde pequeños, hemos hojeado (y destrozado) sin descanso. Un día tu tomo favorito era el de plantas, otro el de animales, otro el de lugares maravillosos. Entre las imágenes de las enciclopedias que más vívidamente recuerdo está un dibujo en el que aparecía un coche pasando por debajo de un árbol: las secuoyas, decía, eran unos árboles tan gigantescos que se podría excabar un tunel por el que cupiese un coche. Fascinante. Desde la primera vez que mis ojos se posaron sobre ese dibujo he querido ver, en vivo y en directo, una secuoya.

Pasado el concierto de Fermin, poco nos retenía ya en LA, así que tomamos la autopista I-5 en dirección a Bakersfield y al segundo objetivo del viaje: Sequoia & King's Canyon National Park. El parque es la unión de dos parques naturales: Sequoia y King's Canyon (o el Cañón del Rey), y es uno de los sitios que más nos han impresionado de todos los que hemos visitado.

El camino hasta Bakersfield (cuna del sonido Bakersfield, un hito en la historia de la música country) es, para qué engañarnos, bastante horrible, incluyendo la ciudad en sí, que es como un erial salpicado de viviendas unifamiliares: 350 kilómetros cuadrados en los que viven más de trescientas mil personas. Precioso.

Las vistas por carretera no mejoraron hasta que tomamos la ruta 178 (Kern Canyon Road) y entramos en los terrenos del Seqouia National Forest, que no hay que confundir, como me pasó a mí, con el parque nacional.

La ruta 178: comienza el verde.
Tampoco es que fuese precioso, pero por lo menos los arbustos y pequeños árboles empezaban a salpicar el secarral perpetuo por el que estuvimos circulando hasta Bakersfield.

Llegamos así hasta Kernville, un pueblo pequeño situado en un pequeño cañón, y que era la antesala de Sierra Nevada. A partir de aquí empezaba lo bueno. El pueblo era bastante pintoresco (con muchos reclamos para guiris), así que decidimos parar unos segundos a hacer unas fotos.


El sitio estaba bastante desierto (eran como las cinco de la tarde y el calor apretaba), aunque afortunadamente nos cruzamos con un grupo de ejemplares de Homo sapiens local, que nos demostraron que las botas y los sombreros de cowboy pueden conjuntar magníficamente con unas bermudas de playa. Ya lo dice el manual de estilo del vaquero de pro: un auténtico cowboy no se quita nunca el sombrero.


Nuestro plan era llegar al parque al atardecer y una vez allí buscar un sitio de cámping. Las zonas de acampada no permiten reservar; el primero que llega acampa, y así hasta que se llenan. El caso es que íbamos sobre aviso de que los cámpines del sur del parque estarían llenos, pero que más al norte habría sitio. Aun así íbamos muy relajados, pensando que nos quedaban un par de horas para alcanzar el Parque. El problema es que al confundir en el mapa del teléfono (que es lo que usamos de guía de carretera) el National Forest con el National Park (que está más de cien millas al norte, atravesando puertos de montaña y pequeñas aldeas) habíamos subestimado el tiempo que nos tomaría el llegar al valle.

Así que adivinad: el anochecer nos pilló de camino.


Finalmente, pasamos las puertas del parque en torno a las diez de la noche. El guarda de la puerta estuvo realmente simpático: «Ups, estamos llenos de tejanos: yo no admitimos más». Luego os dijo que al norte había plazas de acampar, recomendándonos el cáping que estaba más lejos, ya en King's Canyon: más de una hora de camino. La oscuridad apenas nos dejaba disfrutar del paisaje, pero lo que se adivinaba gracias a los focos de los coches (y de las obras de la carretera del puerto de Amphitheater Point) era espectacular.

Tras dos intentos de acampar sin éxito (los campamentos estaban llenos), una zona de acampada que no encontrábamos, el hambre y el sueño, mi mal humor fue aumentando hasta llegar a la categoría de cabreo-que-te-cagas. Afortunadamente conseguimos acampar en Sunset, uno de los sitios del norte. Mientras montábamos la tienda mi cabreo continuaba, pero el sueño reparador hizo que no quedase ni gota al amanecer. Entonces pudimos contemplar lo bonito que era el sitio que habíamos elegido.


Además, uno no puede seguir enfadado si nada más levantarse hay un ciervo dándole los buenos días.


Y ya, con el estómago lleno después de un estupendo desayuno campestre —huevos revueltos con queso, pan frito, zumo, café y un donut, ¿quién dice que de cámping se vive mal?— nos marchamos a ver las secuoyas de una vez, que para eso estábamos aquí. ¡El General Sherman nos esperaba!

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